Trampa
París era una trampa.
Sí, una trampa de atascos. Había que pasar por allí, por la circunvalación para coger la autopista que nos llevaría al norte. Ya a la ida, en domingo, a eso de las dos de la tarde, habíamos pasado sin mayores problemas, e incluso entramos en la ciudad y estuvimos cumpliendo un ritual gastronómico, pero a la vuelta no había manera de avanzar.
Propuse salir de la autopista y entrar a la circunvalación interna de París por carreteras nacionales. Y así lo hicimos, pero también había atasco. Glamour, glamour, y unas carreteras de circunvalación que dan pena de puro obsoletas que se han quedado ante la realidad de una ciudad monstruo que no quiere aceptar que, tras el delicioso escaparate del centro, se malvive en los suburbios a costa de atascos diarios de ida y vuelta.
La circunvalación interior también estaba atascada, asi que, tras dos horas en atasco, decidimos atravesar París por si había más suerte. En el centro el tráfico era fluído, e incluso apenas pude ver la silueta de Notre Dame mientras atravesábamos un puente, de puro rápido que íbamos. Pero al final, ya en el norte, para acceder a nuestra autopista tuvimos que volver a esperar otra vez, sentados en el coche, sin salir, y con dolor lumbar. Hubiera estado bien tomarnos algo, claro, pero el conductor andaba rabiando por salir de allí y no quería buscar aparcamiento, (que no iba a encontrar).
Y por fin ya, tiempo, rabia y paciencia después, nos encontramos en un área de servicio de autopista en la tarea de estirar las patitas, beber y zamparnos un sandwich. Y allí estábamos todos los ex-atascados en París. Nosotros, que al menos habíamos visto gente y calles, y tantos otros que se habían tragado horas de atasco en autopista (la Francilienne de las gónadas). Ingleses, holandeses, belgas y franceses compartían espacio, cansancio y hambre desde sus coches cargados de cachivaches de playa. Plástico, mucho plástico. Bazofia en los restaurantes, más plástico.
Frente a mí había un inglés sentado en su camión-caravana. Comía algo dentro, a grandes bocados, mientras miraba en nuestra dirección con unos ojos que nos nos veían. Salió para tirar algo en la papelera y lo ví entero. Pelo largo, blanco, pantalón corto y una prominente barriga, orgullo de años. Hippy, sí. Un hippy atrapado, como tantos otros, normales, anormales, convencionales, pijos, punkies, alternativos, ejecutivos o lo que sea (etiquetas las que hagan falta, molan porque es entretenido ponerlas) en un área de autopista.
Y es que daba igual lo que fueras (o lo que quisieras parecer) o el coche que llevaras, e incluso si comías fuera por no manchar la tapicería (nuestro caso) o si comías dentro decorando el salpicadero de miguitas y ketchup. Allí estábamos todos, atrapados en la marea humana, en la necesidad humana. Hasta el hippy no había podido escapar de su tiempo, ni del plástico, ni de su volante inglés, ni de la gasolinera, ni escaparía al ferry de Calais (o en su defecto al Eurostar).
Y pensé, de repente, en tanta gente "exquisita", de estos que están "por encima de" y nunca son marea humana, de estos que reniegan de lo hortera, del "mal gusto" como si a ellos no les rozase jamás. Y me los imaginé en un área de autopista. Mal gusto por excelencia y gente, mucha gente, de esta gente tan gente que resulta incómoda por lo que nos recuerda a los orígenes primates.
Marea humana, exquisitos y no exquisitos. Tanto los que leen a Joyce como los que nunca han visto un libro en su vida (y tantos otros términos medios) arrastrados por su tiempo, esclavos del tiempo que les ha tocado vivir, que nos ha tocado vivir. Evidentemente, a los exquisitos y alternativos nunca les ocurren esas cosas, claro, porque para eso son exquisitos y alternativos que no caen jamás ne la vulgaridad de la masa. Yo, que no sé lo que digo porque (y lo confieso avergonzada) no he leído a Joyce ni sé quién es Frank Arsehole.
Sí, una trampa de atascos. Había que pasar por allí, por la circunvalación para coger la autopista que nos llevaría al norte. Ya a la ida, en domingo, a eso de las dos de la tarde, habíamos pasado sin mayores problemas, e incluso entramos en la ciudad y estuvimos cumpliendo un ritual gastronómico, pero a la vuelta no había manera de avanzar.
Propuse salir de la autopista y entrar a la circunvalación interna de París por carreteras nacionales. Y así lo hicimos, pero también había atasco. Glamour, glamour, y unas carreteras de circunvalación que dan pena de puro obsoletas que se han quedado ante la realidad de una ciudad monstruo que no quiere aceptar que, tras el delicioso escaparate del centro, se malvive en los suburbios a costa de atascos diarios de ida y vuelta.
La circunvalación interior también estaba atascada, asi que, tras dos horas en atasco, decidimos atravesar París por si había más suerte. En el centro el tráfico era fluído, e incluso apenas pude ver la silueta de Notre Dame mientras atravesábamos un puente, de puro rápido que íbamos. Pero al final, ya en el norte, para acceder a nuestra autopista tuvimos que volver a esperar otra vez, sentados en el coche, sin salir, y con dolor lumbar. Hubiera estado bien tomarnos algo, claro, pero el conductor andaba rabiando por salir de allí y no quería buscar aparcamiento, (que no iba a encontrar).
Y por fin ya, tiempo, rabia y paciencia después, nos encontramos en un área de servicio de autopista en la tarea de estirar las patitas, beber y zamparnos un sandwich. Y allí estábamos todos los ex-atascados en París. Nosotros, que al menos habíamos visto gente y calles, y tantos otros que se habían tragado horas de atasco en autopista (la Francilienne de las gónadas). Ingleses, holandeses, belgas y franceses compartían espacio, cansancio y hambre desde sus coches cargados de cachivaches de playa. Plástico, mucho plástico. Bazofia en los restaurantes, más plástico.
Frente a mí había un inglés sentado en su camión-caravana. Comía algo dentro, a grandes bocados, mientras miraba en nuestra dirección con unos ojos que nos nos veían. Salió para tirar algo en la papelera y lo ví entero. Pelo largo, blanco, pantalón corto y una prominente barriga, orgullo de años. Hippy, sí. Un hippy atrapado, como tantos otros, normales, anormales, convencionales, pijos, punkies, alternativos, ejecutivos o lo que sea (etiquetas las que hagan falta, molan porque es entretenido ponerlas) en un área de autopista.
Y es que daba igual lo que fueras (o lo que quisieras parecer) o el coche que llevaras, e incluso si comías fuera por no manchar la tapicería (nuestro caso) o si comías dentro decorando el salpicadero de miguitas y ketchup. Allí estábamos todos, atrapados en la marea humana, en la necesidad humana. Hasta el hippy no había podido escapar de su tiempo, ni del plástico, ni de su volante inglés, ni de la gasolinera, ni escaparía al ferry de Calais (o en su defecto al Eurostar).
Y pensé, de repente, en tanta gente "exquisita", de estos que están "por encima de" y nunca son marea humana, de estos que reniegan de lo hortera, del "mal gusto" como si a ellos no les rozase jamás. Y me los imaginé en un área de autopista. Mal gusto por excelencia y gente, mucha gente, de esta gente tan gente que resulta incómoda por lo que nos recuerda a los orígenes primates.
Marea humana, exquisitos y no exquisitos. Tanto los que leen a Joyce como los que nunca han visto un libro en su vida (y tantos otros términos medios) arrastrados por su tiempo, esclavos del tiempo que les ha tocado vivir, que nos ha tocado vivir. Evidentemente, a los exquisitos y alternativos nunca les ocurren esas cosas, claro, porque para eso son exquisitos y alternativos que no caen jamás ne la vulgaridad de la masa. Yo, que no sé lo que digo porque (y lo confieso avergonzada) no he leído a Joyce ni sé quién es Frank Arsehole.
12 comentarios
Gru -
Gru -
En fin Alsen, que aunque te pongas a bailar la sardana a cuatro patas y vestido de lagarterana en lo alto de la Torre del Oro ya no me sorprendes: Hace unos días echabas pestes de los blogs.
Bueno, realmente siempre se ha vivido mal, aunque las dimensiones parecieran más humanas. Las grandes ciudades no están hechas para el hombre sino para la ostentación de poder y en todas ellas, al lado de los barrios nobles y ricos, se hacinaban desde siempre grandes poblaciones que malvivían en chozas. Aunque es cierto que a raíz de la Revolución Industrial las cosas empeoraron aún más al perder los campesinos su territorio y convertirse en braceros, sin nada a lo que agrarrarse.
Los pueblos son más la medida del hombre, y las pequeñas tribus. Ahí no suele haber tantas diferencias (siempre las hay) entre unos y otros.
Una obra que a mí me llama la atención poderosamente es "La taberna", de Zola. En ella ya está ese espíritu de desolación de la ciudad industrial.
Kiri -
Kiri -
No me gustó, de eso sí me acuerdo.
Yo no conozco París, pero no es el glamur lo que me interesa de allí. El glamur es vistoso pero cansa en seguida, a mí por lo menos.
Creo que los atascos que has descrito (yo también me he acordado del relato de Cortázar, sip) son la metáfora perfecta de lo que está pasando en el mundo "civilizado". En cierto momento, el hombre dejó de importar y empezó a importar el dinero. Por eso hay suburbios como los que mencionas, por eso hay aglomeraciones y por eso vivimos casi siempre mal.
La cara guapa (y falsa) de nuestro mundo son las tiendas de París y la cara fea (la auténtica, la que predomina) son los suburbios de París y las paradas de autopista donde la gente come hamburguesas.
Habría que reencontrar el París que hizo el hombre para el hombre. Y el Madrid y la Barcelona...
Están bastante inaccesibles hoy por hoy, la verdad.
Alsen Bert -
No me gustan tus métodos de ligoteo, lo juro. ¡Qué cínica! Pobres brains
Gru -
A mí, en mis tiempos mozos lo que me servía para ligar era hacerme la tontita. Era muy divertido porque mientras más tonta e ingenua simulara ser más éxito tenía. Solía decir que no había pasado del graduado escolar y eso les molaba mucho.
Kiri -
Se me ocurren unos cuantos magníficos, maravillosos, inspirados comentarios ante este post. Pero luego más tarde, que ahora estoy cansada.
Gru -
Es que lo del Ulises viene muy bien para ligar, Aber. Tú sácale el provecho que sea, que para eso está. ;-)
Aber -
Aber -
Una gran entrada, Gru. Me ha gustado. ¿Has leído Los autonautas de la cosmopista, de Cortázar? Pues eso, hablando de leer...
Es interesante esa sensación de verse atrapado en ese remolino humano, esos lugares "de plástico" a los que vamos a parar frecuentemente. A veces tengo esa sensación en el cine, cuando acudes a ver uno de esos grandes "estrenos". La sensación de verte incluido en el impulso ciego de lo gregario. Desagradable, pero inevitable.
Gru -
parapo -
pero sí, es interesante alejarse del centro de las grandes ciudades. no hablo de irse a zonas realmente castigadas, con cambiar de calle en un determinado momento es suficiente. es cuando te preguntas: esta mierda es la capital de la moda? jajajaja
pd: perdón por la risotada, no pude evitarla.