Fue en una fiesta, hace ya algún tiempo, cuando la ví. Se presentó sonriendo, aunque con cierto nerviosismo que delataba una inseguridad que no le era posible disimular. Rostro bonito, agradable, muy maquillado. Iba vestida con un pantalón pirata y una camisa abierta que dejaba ver una especie de minisujetador que sujetaba, a duras penas, unos senos orondos (como balones de rugby" (esa era la metáfora preferida de un escritor de ciencia ficción del que leí una novela hace años, todos los senos eran "balones de rugby", muy americano y tal).
Y siguió la fiesta con el transcurso habitual de las fiestas que se dan en ninguna parte para que se diviertan o, al menos lo finjan, aquellos que están en ninguna parte. Unos, callados, con el vaso de licor en la mano, otros hablando de banalidades, otros contando el último chiste idiota sin gracia mientras los demás ríen a coro sin gracia, otros bailando por hacer algo. Y la mayoría, criticando a los demás, ya sea de forma explícita y en directo, es decir, en voz alta y en el momento, o de forma implícita y en diferido: guardándoselo para después. Ella bailaba de forma extravagante y excesiva, como si fuera su última fiesta, como si le fuera la vida en ello.
"Allumeuse" dijo Valéry. "Es la típica allumeuse; en todas las fiestas hay una". Y sorbió el vaso de licor, que sabía no debía tomar porque al día siguiente tenía una carrera, y como deportista pagado por el Estado de un país centroeuropeo, se supone (es un decir) que debía ser más responsable para defender como fondista sobrio los colores de su bandera (aprovecho ahora que no me oyes ni me entiendes para criticarte, Valéry, querido, pero es sin acritud, tan sólo por criticar y eso). La miraba como si quisiera ser "allumado" allí mismo pero no se atreviera: Ella había llegado con un viejo rico, rentista, que lucía una panza proporcional a los millones que debía tener guardados en el banco.
Y seguimos hablando de cosas banales. Valéry jugaba a sacarnos fotos con su recién estrenada cámara digital. Philippe, el mariquita francés (también figura indispensable en toda fiesta que se precie) dueño de la preciosísima Maison de Maître Art-Déco donde se daba la fiesta subía, bajaba, venía, se iba, sonreía, saludaba, se presentaba, nos preguntaba y todo ello en un fantástico despliegue de sí mismo dedicado a demostrarnos lo fabuloso que era. Y seguro que sigue siendo fabuloso, no lo dudo: todos los mariquitas franceses que conozco son fabulosos a la par que tienen un acento encantadoramente burgués. Y la allumeuse, en la zona reservada para el baile, ya en sujetador, gritaba "Joyeux anniversaire" de una forma tan desangelada e histérica, que nos dibujaba una tímida sonrisa, entre conmiseración, ironía y sorpresa.
Allumeuse parecía empeñada en sacarme para que yo bailara. Quizás porque yo le sonreía. Nunca he mirado con recelo a las allumeuses. Posiblemente sea porque no compartimos territorio de caza; no somos competencia. Entiendo que necesitan seducir, como todos, porque sé que la sensualidad y la seducción son dos pilares fundamentales en mi vida, y lo intentan con las armas a su alcance: ellas tienen balones de rugby, yo tengo mi granja de avestruces. Balones de rugby y granjas de avestruces no compiten en el mismo mercado, es evidente. Le dije que no. Insistía. Al final, salí de mala gana. Ella gritaba, yo saqué mi sonrisa fría de circunstancias y fingí como que le hacía caso y bailaba un poco. Pronto me escurrí entre un grupo de musculados ruandeses, go-gos y modelos o algo así. Una ruandesa espectacular bailaba como una anguila ritmos que son imposibles de seguir para el oído melódico europeo. Me enteré de que la ruandesa estaba casada con un belga, que la observaba mientras ella devoraba sensualmente a otro hermosísismo ruandés lánguido, de grandes ojos y largos brazos, que en teoría, según ella decía era su hermano. Después de contemplar el amago de incesto bajé al comedor para llegar a tiempo de escuchar cómo el viejo rico le aconsejaba a otro sobre inversiones inmobiliarias.
Cuando subí, Allumeuse estaba en brazos de un joven albanés, conocido mío, chico amable y tímido. Habían tomado al asalto un sofá (antigüedad art-déco, menos mal que Philippe no los vió) y se besaban. Al albanés le hacía mucha falta porque llevaba mucho tiempo de sequía (nos miraba en el gimnasio a las que hacíamos aerobic con los ojos desencajados, el pobre). Me alegré por él. Y a ella le hacía una falta desesperada, pero otro tipo de falta. Buscaba algo, perdida entre los brazos flacos y huesudos de aquel albanés amable, algo que quizás no encontrara nunca. La observé disimuladamente: esa mirada, esa mirada ahogada, vacua, ese dolor del vacío, ese vértigo de la nada.
Hace unos días, en una cena, pasaron las fotos de la fiesta. Oh, Philippe, qué maravillosa casa, qué decoración, qué fiesta, qué fantásticos todos. Y en una de ellas me tropecé con el minisujetador y la mirada de la Allumeuse. Me quedé observándola y pensé en ella: me dió vértigo pensar qué podía haber sido de ella, si aún estaría viva y, en ese caso, en qué condiciones. Sus ojos, que miraban de frente a la cámara digital de Valéry, decían entre humos y vapores alcohólicos: "Ah, pero ¿la Vida era esto?"."